04 agosto 2006

El largo y cálido verano (II)



Mayo del 2004, verano de rabia...

-20 minutos, 20 malditos minutos a 1000 kilómetros del hogar.

Estas palabras, rotundas y sinceras, salieron de mi boca tras vaciar una jarra sobre la mesa de la terraza. Un anciano de mirada severa me observó irritado porque había interrumpido su lectura diaria. Mi amigo Guillem tamborileó con sus dedos la tapa del libro que estaba leyendo y todo se volvió a sumir en la rutina de un domingo por la mañana.

Tantas ilusiones, tanta pasión, tantos sufrimientos, fatigas, deseos, anhelos, frustraciones, cábalas y la fiel peregrinación cada dos viernes al Príncipe Felipe para luchar en la pista junto a nuestros héroes particulares. Todo terminado en 20 malditos minutos, los que transcurrieron de juego entre las 21:15 y las 21:50 del 28 de mayo de 2004.

En esos 20 minutos las puertas del infierno se abrieron una vez más para dejar pasar las almas de una afición que acariciaba por primera vez el sueño del retorno al Edén en el que una vez residimos antes de ser expulsados por la serpiente de las deudas.

Dinero, maldito dinero. Por el dinero bajamos y de adinerados nos acusaban. El equipo rico de la LEB, pero en verdad no teníamos más que prestigio de un fantasma del pasado e ilusión, mucha ilusión. Granada no fue una tierra soñada, sino una Alhambra inexpugnable donde nos estrellamos en los tres partidos del playoff. Después, la nada.

Lo mejor del año fue el camino, Guillem. Un camino lleno de espinas. Se nos cayó un ídolo con pies de barro y rostro de cemento, un hombre veterano que ya no quería o podía jugar más y que no eligió la mejor manera de contarlo. Del Fran Murcia de la Final de Copa contra el TAU al que salió por la puerta trasera en marzo del 2004 habían pasado 9 años y muchas tablas por sus rodillas.

Pero encontramos otro, distinto en las formas, en el juego y en procedencia, pero que nos devolvió el corazón, la rasmia que el viejo CBZ esgrimía en sus campañas de abonados un millón de años antes. Ese corazón era argentino y de pasaporte italiano, de nombre Matías Lescano. Con el Bicho volvimos a sentir que éramos grandes, liderando un EQUIPO, sí, con mayúsculas. Un gran equipo con un base que corría y otro que dirigía y anotaba de lejos (Ciorciari y González); con un escolta que bombardeaba el aro y otro un perro de presa (Doblado y Sabaté); con dos aleros que hacían de todo y todo bien (Lescano y Ferrer); y con cuatro pívots que cubrían los defectos de los otros para que el sistema funcionara, el que metía los puntos (Hill), el que cogía los rebotes (Earl, luego Walls), el que defendía a muerte (Mesa) y el comodín, que igual te defendía al base que al pívot y luego te anotaba un triple (Esmorís).

Con este equipo alcanzamos las 15 victorias consecutivas (12 de Liga, 2 en la Copa del Príncipe y un amistoso) y el primer título de la nueva era, una Copa del Príncipe en nuestro hogar, donde nos sentíamos invulnerables. Era tiempo de ilusión, pero una nube negra descendió sobre nuestra ciudad y descargó una pedregada sobre el Bicho en forma de lesión. Cuando volvió, ya no era nuestro Bicho. En esa Final se rompió nuestro sueño.

Después ya nada fue igual. Ni siquiera la épica eliminatoria en tierras de Plasencia, donde contemplamos las malas artes de un Guillem Rubio (tocayo tuyo) inspirado por el peor fantasma griego o italiano para atormentar a Otis Hill. Fue un pico en el camino, pero de la cima sólo se puede ir hacia abajo.

El camino destrozado no invita a correr, Guillem. Hay un tiempo para disfrutar y otro para morir. El verano de la rabia nos enseñó a moderar la velocidad y a gozar cada segundo de los tiempos de gloria, pues cuando llegan las vacas flacas (y siempre llegan) lo que has vivido es lo que debes recordar, y no lo negro del futuro. Esa fue la lección de aquel 28 de mayo del 2004.