26 junio 2006

Keys o no Keys

Todo empezó como una letanía escabrosa. Murmullo tras murmullo, los insultos se sucedían mientras Billy Keys observaba la grada atónito, sin comprender por qué razón sus propios aficionados le increpaban.

Él seguía jugando igual que siempre, atesorando el precioso balón, buscando el bloqueo que le permitiera iniciar la penetración y causar el primer desequilibrio en la férrea defensa rival. La consigna del entrenador era clara: "Tú eres la estrella. Tú decides. Tú te la juegas." Y eso era precisamente lo que estaba haciendo.

Con un gesto de enfado, el mismo entrenador le sentó en el banquillo. Billy agachó la cabeza y la enterró bajo la toalla. El ruido era ensordecedor. A su lado, Farmer mascaba chicle compulsivamente mientras se golpeaba las rodillas a ritmo de rap.

Ya en el taxi todavía podía sentir en sus sienes retumbar el Príncipe Felipe. El partido había terminado con dos canastas suyas sobre la bocina y el CAI enarbolando una nueva victoria, pero había tenido tiempo de observar rostros de desaprobación en la grada. Caras huecas, aficionados sin un rostro definido, pero que interiormente reflejaban una sensación desasosegante, de profunda infelicidad.

¿Por qué estaban así? ¿Acaso no habíamos ganado? Cierto era que no había comenzado todo lo bien que hubiera deseado el partido, pero él mejor que nadie sabía que si se tiraba esos triples lejanos era porque tenía la seguridad y la confianza de que iban a entrar. Nadie le discutía a Angulo si paraba y lanzaba de 5 metros, o a Jo Jo y Arteaga si se jugaban sus ganchos, o a Lescano si penetraba de forma suicida a canasta. Pero si a Billy Keys se le ocurría aprovechar la ventaja para lanzar un triple de 7 metros al instante escuchaba un Ohh que recorría el pabellón más velozmente que el propio balón antes de entrar por el aro. Entonces todo eran parabienes, halagos y muestras de apoyo. Eso le confundía.

El taxi había parado delante de su apartamento. Sacó dinero para pagar y agarró la hoja de estadísticas que le había pedido al delegado tras acabar el partido, como todas las noches. Le echó un vistazo rápido. Él ya sabía lo que había hecho. 8 puntos, 3 rebotes y 5 asistencias. 1 de 4 en triples, 2 de 4 en tiros de 2 y 1 de 1 en tiros libres, estos últimos 5 puntos en el último minuto de partido. Números pobres, pero él se sentía satisfecho por la victoria y por haber tomado la responsabilidad en los momentos importantes, respondiendo a las expectativas. Lástima que esas caras le contestaran otra cosa.

Hizo un bola de papel con la hoja y la arrojó a una papelera cercana. El papel rebotó en el borde y cayó al suelo. Keys esgrimió una sonrisa condenatoria, se agachó y la introdujo dentro de la papelera esta vez. Miró hacia atrás. El taxista le contemplaba curioso, enseñando un colmillo dorado, contento por tener una historia que contar al próximo cliente: "¿Sabe? El otro día llevé a Billy Keys y no pudo encestar ni un papel en el container".

El coche rugió y desapareció al instante. El jugador notó el bochorno de la noche en su rostro y volvió a pensar en la grada mientras ascendía lentamente por las escaleras, con el cansancio del partido acumulado en sus piernas.

¿De verdad era por su estilo de juego? ¿No les gustaba por eso? ¿O porque le restaba minutos a otros jugadores más apreciados? Sin dejar de pensar en eso introdujo la llave en la puerta, entró y cerró tras de sí. El apartamento seguía silencioso, tal como lo había dejado.

Iba a cerrar la temporada con 13 puntos y 4 asistencias por partido, seguramente ascendiendo a la ACB con un equipo competitivo, un grupo con todas las palabras donde nadie destacaba sobre el resto porque lo importante era eso, el equipo. Pero no se sentía a gusto. Menospreciado o desdeñado, era igual. Tarde o temprano saldría, de la misma manera que otros años, y buscaría un nuevo destino.


El destello intermitente del teléfono reclamaba su atención. Sin prisa pulsó el botón del contestador y escuchó la voz de su agente en Europa: "Billy, russkie money is calling us". El base suspiró una vez más, se dejó caer sobre el sillón y encendió la televisión. Conectó la consola y permitió que la luz azul de la pantalla iluminara su rostro, tan apático como el que horas antes había vislumbrado tras los focos del pabellón. Sus manos volvieron a moverse prestas, ágiles y rápidas, buscando pases imposibles y canastas estratosféricas. Al fin y al cabo, sólo estaba imitando la vida.