18 agosto 2006

Radiografía

Aviso: Esto es un artículo ficticio, no está basado en ninguna persona específica, sino en un fenotipo reincidente en las gradas del pabellón.

Me dirijo a tí, una persona concreta, aunque en alguna de tus características podrán reconocer los ojos expertos a los aficionados que les rodean.

Eres un varón blanco, quizá acudes al baloncesto con tu familia, o a lo peor solo, pues no has podido inculcar a los tuyos un sentimiento que es en ti una tradición. Abrumado por un trabajo rutinario, sólo piensas en que llegue el viernes para ocupar tu grada roja a pie de pista, allí donde puedes impregnarte del aroma de los jugadores y te permite pavonearte ante los demás de lo cerca que estás de sus ídolos.

En tu sapiencia baloncestística estás de vuelta de todo. Nada puede asombrarte ya. Cualquier tiempo fue mejor, y ningún jugador pasado, presente y futuro le llegará a la suela de los zapatos a Fernando Arcega o Kevin Magee.

Miras con nostalgia el símbolo de José Luis Rubio, aunque en público lo vapuleas jactándote de lo mal que lo hizo, pues nada es más fácil para tí que seguir echando leña al árbol que arde. Te apuntas con rapidez a los triunfos y te desligas de las derrotas.

Cuando tu equipo pierde, la culpa siempre la tienen los jugadores que no sudan la camiseta, que no sienten los colores como antes; o del entrenador que no tiene ni idea... si tú entrenaras el CAI... y si no, del Chápuli ese, o del presidente. La esencia es que tu equipo ya no es tanto tu equipo, y miras de reojo al fútbol, a ver si puedes cambiar de tercio y apuntarte una alegría renegando de tu CAI Zaragoza.

¿Y qué decir de esos zagales que frecuentan el pabellón y los foros de internet? ¿Qué van a saber ellos, si no pudieron contemplar a la gloriosa selección que conquistó la plata en Los Angeles 84? Tú te quedaste a ver el partido aquella noche. Bueno, no. Pero eso le cuentas a todos, porque al fin y al cabo, uno no es un buen aficionado si no ha estado por activa o por pasiva en los acontecimientos míticos.

Esta noche te sentarás en tu butaca para ver a un CAI que ya no es tu CAI, pero que te sirve de válvula de escape. Porque eres principalmente tú y no otro el que, mandíbula desencajada, ojos furibundos y adrenalina disparada, gritas aquello de: "Negro, suelta la pelota de una puta vez" "Julbe, pide un tiempo muerto, que no enteras, imbécil"... y a los dos minutos replegas tu bocadillo de tortilla de patata envuelto en papel de plata que con tanto mimo te has preparado.

El baloncesto es para tí un pasatiempo aunque tú lo tiñas de afición. Pero lo peor es que tú no lo quieres admitir. Te crees en posesión de la verdad absoluta. Tu pensamiento es el único baremo válido en tu pequeño universo excluyente.

A tu lado una persona exactamente igual que tú, con tu misma edad, vida y una historia parecida volverá a vibrar con su equipo, con ese sentimiento que todavía no ha perdido, y en él residirá el espíritu de ese equipo que ganó dos Copas del Rey y el orgullo del CAI Zaragoza. Tú le mirarás con envidia, porque creerás reconocerte en él con todas las virtudes que anhelabas mantener, pero tú sabes que dentro de ti sólo queda rencor.

17 agosto 2006

El Fantasma de la Continuidad


El Fantasma de la Continuidad sobrevoló una vez más la inmortal ciudad de Zaragoza. Hacía largos años que no volvía a pasearse por sus calles milenarias. Con ritmo decidido cruzó el Ebro, se deslizó entre las torres del Pilar y rodeó la plaza de España.

Sin pausa se introdujo en el Paseo de la Independencia buscando las oficinas del CAI Zaragoza, pero en ellas no había nadie. Levemente asustado, aceleró su vuelo hasta la grada de los sueños, allí donde debía ser cumplida la promesa que le habían solicitado.

Pero en el Príncipe Felipe tampoco había nadie. Desconcertado, repasó mentalmente todas las peticiones, deseos y ruegos que le habían traído hasta allí, y decidió comprobar en espíritu y forma donde habían quedado.

Volvió por Cesáreo Alierta en busca del apartamento de Billy Keys, mas no encontró rastro alguno del americano. Tampoco le importaba, pues era más un deseo que una promesa. Instantáneamente se apareció en la cancha donde Mario Fernández perfeccionaba su tiro, pero el Espíritu del Olvido le alejó susurrando sus letanías, las mismas que insufló al Leteo para que, aquellos que lo cruzaban, dejaran su recuerdo allí.

Inspirado por el aroma de la ignorancia y el estupor, el Fantasma de la Continuidad surcó el cielo contra el cierzo en busca de más promesas. Sin descender al suelo pudo ver a Alberto Angulo y Matías Lescano disfrutando del verano, lo que le proporcionó fuerzas para continuar adelante. Pero ya había advertido una presencia conocida, un rastro familiar al que temía a la vez que odiaba.

En su periplo por los cielos le llegaron los ecos de una batalla, de Arteaga volando a las Islas Afortunadas y Antelo a las verdes tierras de Euskal Herría, deseos imposibles de cumplir. Pero allí estaba en cambio Rafa Vidaurreta, posando para los fotógrafos en la campaña de abonados del CAI, un triunfo más en su haber.

De pronto, un golpe le lanzó contra el suelo. Indignado, el Fantasma de la Continuidad atisbó el cielo en busca del agresor, aunque ya conocía su identidad a la perfección. El Fantasma de la Renovación, su Némesis, había cobrado vida de nuevo y se paseaba altanero alimentado por los deseos de Alberto García Chápuli y Chus Mateo.

Ciertamente desesperanzado, el Fantasma de la Continuidad apuró inútilmente sus poderes, pero lentamente advirtió como su misión se desmoronaba. Primero fue Rubén Quintana, arrebatado brutalmente, después Luc Arthur Vebobe, instigado por el Fantasma de la Avaricia, y por último Jo Jo García. Pero antes de desvanecerse hasta un nuevo ruego, el Fantasma de la Continuidad arrojó sus redes sobre el chipriota, atándolo brevemente. Después, el silencio.

Su cuerpo espectral se evaporó ante un mudo testigo. El Fantasma de la Renovación arrancó su lanza del suelo y sonrió. Había ganado por cuarto año consecutivo su batalla contra la Continuidad. Este año había sido más difícil que nunca, pero los seres humanos eran así, inconstantes, olvidadizos, siempre buscando algo nuevo que les reconforte. Jugando con ellos era muy difícil perder la partida.

04 agosto 2006

El largo y cálido verano (II)



Mayo del 2004, verano de rabia...

-20 minutos, 20 malditos minutos a 1000 kilómetros del hogar.

Estas palabras, rotundas y sinceras, salieron de mi boca tras vaciar una jarra sobre la mesa de la terraza. Un anciano de mirada severa me observó irritado porque había interrumpido su lectura diaria. Mi amigo Guillem tamborileó con sus dedos la tapa del libro que estaba leyendo y todo se volvió a sumir en la rutina de un domingo por la mañana.

Tantas ilusiones, tanta pasión, tantos sufrimientos, fatigas, deseos, anhelos, frustraciones, cábalas y la fiel peregrinación cada dos viernes al Príncipe Felipe para luchar en la pista junto a nuestros héroes particulares. Todo terminado en 20 malditos minutos, los que transcurrieron de juego entre las 21:15 y las 21:50 del 28 de mayo de 2004.

En esos 20 minutos las puertas del infierno se abrieron una vez más para dejar pasar las almas de una afición que acariciaba por primera vez el sueño del retorno al Edén en el que una vez residimos antes de ser expulsados por la serpiente de las deudas.

Dinero, maldito dinero. Por el dinero bajamos y de adinerados nos acusaban. El equipo rico de la LEB, pero en verdad no teníamos más que prestigio de un fantasma del pasado e ilusión, mucha ilusión. Granada no fue una tierra soñada, sino una Alhambra inexpugnable donde nos estrellamos en los tres partidos del playoff. Después, la nada.

Lo mejor del año fue el camino, Guillem. Un camino lleno de espinas. Se nos cayó un ídolo con pies de barro y rostro de cemento, un hombre veterano que ya no quería o podía jugar más y que no eligió la mejor manera de contarlo. Del Fran Murcia de la Final de Copa contra el TAU al que salió por la puerta trasera en marzo del 2004 habían pasado 9 años y muchas tablas por sus rodillas.

Pero encontramos otro, distinto en las formas, en el juego y en procedencia, pero que nos devolvió el corazón, la rasmia que el viejo CBZ esgrimía en sus campañas de abonados un millón de años antes. Ese corazón era argentino y de pasaporte italiano, de nombre Matías Lescano. Con el Bicho volvimos a sentir que éramos grandes, liderando un EQUIPO, sí, con mayúsculas. Un gran equipo con un base que corría y otro que dirigía y anotaba de lejos (Ciorciari y González); con un escolta que bombardeaba el aro y otro un perro de presa (Doblado y Sabaté); con dos aleros que hacían de todo y todo bien (Lescano y Ferrer); y con cuatro pívots que cubrían los defectos de los otros para que el sistema funcionara, el que metía los puntos (Hill), el que cogía los rebotes (Earl, luego Walls), el que defendía a muerte (Mesa) y el comodín, que igual te defendía al base que al pívot y luego te anotaba un triple (Esmorís).

Con este equipo alcanzamos las 15 victorias consecutivas (12 de Liga, 2 en la Copa del Príncipe y un amistoso) y el primer título de la nueva era, una Copa del Príncipe en nuestro hogar, donde nos sentíamos invulnerables. Era tiempo de ilusión, pero una nube negra descendió sobre nuestra ciudad y descargó una pedregada sobre el Bicho en forma de lesión. Cuando volvió, ya no era nuestro Bicho. En esa Final se rompió nuestro sueño.

Después ya nada fue igual. Ni siquiera la épica eliminatoria en tierras de Plasencia, donde contemplamos las malas artes de un Guillem Rubio (tocayo tuyo) inspirado por el peor fantasma griego o italiano para atormentar a Otis Hill. Fue un pico en el camino, pero de la cima sólo se puede ir hacia abajo.

El camino destrozado no invita a correr, Guillem. Hay un tiempo para disfrutar y otro para morir. El verano de la rabia nos enseñó a moderar la velocidad y a gozar cada segundo de los tiempos de gloria, pues cuando llegan las vacas flacas (y siempre llegan) lo que has vivido es lo que debes recordar, y no lo negro del futuro. Esa fue la lección de aquel 28 de mayo del 2004.